Año 1992 tengo 36 años es el año de las Olimpiadas en Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y la muerte de mi padre.
Tato tenía un compañero de habitación con ocho hijos y solo iba a verlo una de las hijas. Sin embargo nosotros -que somos cinco hermanos- nos turnamos para quedarnos con él y le visitamos todos los días, junto con mamá y tato se emociona por vernos allí. Llega incluso a darnos las gracias y a pedirnos perdón si no había sido un buen padre. Cuando oyes cosas así se te parte el alma.
Recuerdo de muy muy pequeña, cuando íbamos toda la familia a pasar el día en la playa, que tato me subía a sus hombros y se adentraba en el mar caminando hasta que el agua casi me llegaba a la cintura... entonces yo pataleaba y él se agachaba y me dejaba caer para volver a salir a flote. No era una sensación agradable, pero yo sentía sus brazos sujetarme fuertemente y empujarme hacia arriba en cada inmersión por sorpresa. Y se reía. Su risa a carcajadas tapaba mi principio de llanto y la voz de mi madre desde la orilla regañándole...
También le recuerdo meterse en el agua y alejarse nadando y yo llorando porque le perdía de vista y decía que se ahogaría si yo no estaba para traerle de vuelta, y todos se reían... y él también se ríe ahora cuando se lo he recordado. Y me dice: -cuando salga del hospital, te corto el traje de chaqueta... de éste año no pasa.
Nunca llegó a hacerlo. Ya se sabe, en casa de herrero, cuchara de palo.
Este año se estrena la película "El guardaespaldas" y el tema "Waiting for you" de Kenny G se convierte en uno de mis temas musicales favoritos. Aún me sigue erizando la piel cada vez que la oigo.
Estamos otra vez en 1993, tengo 37 años y seguimos mi hermana Cristina y yo, haciendo el Camino de Santiago. Después del duro día anterior cuando creímos perder la cámara de fotos y de una noche de sueño reparador en un buen albergue, nos preparamos para un nuevo día... el último antes de llegar a Santiago de Compostela. Pero como habíamos quedado con Jorge -otro de mis hermanos- para entrar los tres juntos, decidimos hacer la última parada en el albergue de el Monte do gozo y reunirnos en San Marcos, a menos de 10 km de nuestra meta final.
Llegamos al monumento en la cima del monte felices y orgullosas del camino hecho y la experiencia vivida. Nos hacemos la foto de rigor y vamos a llamar al hotel y quedar con Jorge para el día siguiente... escucharnos por teléfono tiene un efecto muy curioso, se le nota la emoción y hasta un puntito de orgullo (somos sus dos hermanas pequeñas) y nosotras aguantamos las lágrimas... pero no ha hecho más que empezar. A lo lejos se divisan -entre brumas- las torres barrocas de la catedral y nuestros ojos siguen inundados.
Amanece y estamos ansiosas de encontrarnos. Sigue lloviendo ese calabobos persistente que hace la bajada más lenta. Nos abrazamos los tres a las puertas del hotel. Jorge intenta protegernos con su paraguas y le decimos que es una bendición llegar a Santiago bajo la lluvia. Ya no duelen los dedos de los pies. Ya no importa caminar de charco en charco. La mochila se ha hecho liviana. Nuestra meta está cada vez más cerca. La espesura de las arboladas tiene un encanto especial cuando se abre y nos muestra una carretera que hierve de vida y seguimos las flechas que nos llevan a la calle del peregrino, la gente nos sonríe al pasar y hay una señora que nos dice -si os dais prisa llegáis a la misa del peregrino...Es realmente alucinante. La gente que tapona la entrada se va apartando y nos van haciendo pasillo para que lleguemos hasta el interior de la catedral, dándonos cariñosas palmaditas en las espaldas y nos ayudan a quitarnos las mochilas. Es año jacobeo y sobre nuestras cabezas vuela el botafumeiro a impulso de los tiraboleiros. Nos miramos los tres y nos descubrimos llorando como críos. La experiencia es inolvidable.
Acabada la misa, regresamos al hotel -ya en taxi- para darnos un baño en condiciones y perfumarnos, intentando borrar de nuestra piel el olor a sudor, a vaca, a humedad... a miedo.
Nos fuimos a recorrer los bares y nos pusimos ciegos de pulpo, nécoras, centollos, vieiras... regado todo con distintos vinos de la tierra. La gran aventura fue encontrar percebes -Cristina quería probarlos. Era demasiado tarde y en todos los sitios se habían acabado, pero los encontramos en una taberna maloliente y pequeña regentada por una señora de edad incalculable, aunque yo no le echo menos de ochenta años, a precio de oro y acompañado del mejor ribeiro que habíamos bebido hasta el momento. Lo que nos llevó a pensar que no debemos fiarnos de las apariencias, nunca.
Todavía seguimos un día más en Santiago, reponiendo fuerzas, preparando el cuerpo para las casi doce horas de tren que nos llevaría de vuelta a casa. De vez en cuando miro las fotos y no puedo evitar una sonrisa, con cierta "saudade".